sábado, 3 de enero de 2015

Al principio

No sé de dónde me viene, ni cuándo fue la primera vez que sentí interés por ellos. Sé que uno de los primeros recuerdos de mi vida es verme dibujando desproporcionadas almenas sobre unas, aún más, desproporcionadas murallas. Y lo más hermoso era que no existía el conocimiento, porque, ¿cuántos castillos había visto yo en mi corta vida?, tal vez sólo Magacela, y desde lejos claro. Sí, seguro, sólo Magacela. Bueno, tal vez alguno más: desde algunos puntos de mi pueblo se ve no sólo el de Magacela, también La Encomienda y Medellín. Y desde el puente de la vía, los tres. Pero todos ellos sin detalle, lejanos, puntos en el paisaje, casi difuminados. Así  y todo esa visión tan distante debía ser suficiente para despertar la pasión en mí; y a pesar de esa distancia física que impedía el conocimiento, sin haberlos visto ni tocado, yo ya los dibujaba.

Después, a mediados de los sesenta, mi padre compró por fascículos la Historia de España del Marqués de Lozoya, editada por Salvat. Cada fascículo llevaba en su contraportada una fotografía de un castillo de España y una muy breve reseña histórica y descriptiva. Cada vez que se encuadernaba un tomo yo guardaba esas contraportadas que, en multitud de ocasiones, sacaba de una vieja carpeta marrón de gomillas para extenderlas por el suelo del comedor y fotografiar mentalmente cada uno de aquellos castillos, para imaginármelos desde otros puntos, para buscar referencias que me dieran medidas y, por supuesto, para inventarme historias. Así fue como me enamoré un poco de casi todos ellos y a la vez de los que no estaban allí. Y por algunos de ellos perdí el norte, que perdido sigue.

Pero volvamos al principio, aunque no sé bien donde está. Creo que el principio debe estar en Magacela. Sí, seguro que el primer castillo que pisé en mi vida, hacia los diez o doce años, fue Magacela y ya entonces me estremecí; a pesar de su estado, de su abandono, no me decepcionó. Aún recuerdo el agradable escalofrío, el mismo que se repite cada vez que subo y atravieso su puerta: agradable, emotivo, puro placer.

Igual que todas las veces que he vuelto a subir, a fotografiarlo, a dibujarlo, a amarlo, a ser allí amado, a no olvidarlo, a descubrirlo de nuevo, otra vez y otra, y otra más. Y ese aletear de mariposas en el estómago, signo del amor en su primer estadio, se me repite cada vez que veo y piso por primera vez un castillo, en cualquiera; en unos más que en otros, sea cual sea su estado, pero no falla nunca. Bueno, sí falla, porque cuando vi por primera vez el de Coca, lejos y desde un coche, no había mariposas ni nada por el estilo, aquello fue un caos, ciertas vísceras parecían salírseme, hube de frenar en seco para así poder admirar, en el paisaje, durante un prolongado momento tanta belleza. Cuando me despertaron de mi ensimismamiento bajé del coche y caminé solo hasta él durante un largo trecho, alargando así el tiempo que dediqué a admirar el conjunto. Luego, reducida ya la emoción, entramos en él para gozar de una mañana inolvidable.

Como inolvidable fue la mañana que, despreciando inmejorables compañías, me encaminé, solo, hasta la fortaleza de Gormaz, para vivir tal vez los momentos más emocionantes que hasta entonces había vivido en un castillo; y permanecí durante un par de horas, solo, que el frío de noviembre no invitaba a ningún visitante más. A la vuelta, parada en el misterio de Ucero y la vista que se perdía en el cercano Cañón del río Lobos.

Creo que he vuelto a perder el hilo del tema. Iba porque Magacela era el principio, y sé que será el final. Para eso ha ayudado la proximidad, porque al estar cerca, cualquier momento es bueno para acercarse allí, no necesito excusas para pasearlo y sentarme sobre una piedra y mirar La Serena desde cada una de las cuatro estaciones del año: allí Villanueva, a la derecha La Coronada y Campanario, y si el día es de un azul inmenso, a lo lejos, muy lejos, el castillo de La Puebla.

Ya para siempre he convertido en una obsesión este asunto: mis excursiones, mis viajes, mis vacaciones suelen girar en torno a lugares donde haya un castillo; porque a lo largo de mi vida he comprobado que no hay paisaje más bello que el que contenga un castillo recortado en el cielo, ni un pueblo más altanero que el que se descuelga por la falda de una montaña coronada por un castillo. Da lo mismo su estado, su ruina, su tamaño o su estilo. Verlo, tocarlo, me es suficiente. Mis sensaciones son siempre iguales, da lo mismo estar ante la soberbia insultante de Calatrava, la altiva decrepitud de Benquerencia, la dura belleza de Belvís, el vergonzoso olvido de Mayoralgo o la coquetería de Cortegana.

Y es llegado a este punto del escrito y de mi vida, que me he dado cuenta que visitar tantos castillos (seguramente no han sido tantos) sólo me ha servido para llenar mis ojos y mi cámara de fotos, mi mente de recuerdos y mi piel de escalofríos. Pero en ningún sitio ha quedado reflejado todo eso, de manera que pudiera explicarlo, compartirlo con quien le pudiera interesar. Y me he estado planteando la manera de hacerlo, barajando medios, posibilidades; hasta que tomé la decisión de crear este blog, aunque su administración aún es un mundo inexplorado para mí.

Trataré en él de reflejar no sólo las impresiones que mis visitas a ellos me produzcan; también añadir datos que las complementen, fotografías que las ilustren, y cualquier cuestión que sea relacional con el mundo de la castellogía. Que hoy hay medios para acceder a todo eso y sin moverse de casa.



nota: 

he barajado multitud de nombres para titular este blog, y finalmente me he decidido por el de la Casa de la Tercia por dos razones: porque este era una construcción muy común en pueblos del Medievo, y porque en la calle donde yo nací y viví muchos años, hay una, y ese sí que fue el primer edificio medieval que vi y toqué en mi vida.


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