martes, 15 de septiembre de 2015

Del Postigo del Aceite a Puerta Triana

Decía que Sevilla tuvo entre puertas y postigos 19 accesos, algunos de cuales privados, aunque la mayoría fueron públicos o reales; más de 165 torres y siete mil y pico metros de muralla. Así que me dispongo a pasearla dejando a mi espalda el río y la Torre del Oro, que será el final de este paseo. Pretendo recorrer el perímetro de esta ciudad, andar por donde estuvieron sus torres y sus puertas, y donde están hoy los pocos restos que de sus murallas nos quedan.

Al principio de la calle Dos de Mayo, en pleno Barrio del Arenal, está el Postigo del Aceite, del que leo que es de origen almorávide, construido hacia 1107 en tiempos de Ben Yusuf. Posteriormente, hacia 1573, fue muy reformado por Benvenuto Tortello; en el siglo XVIII abrieron en su costado derecho, una pequeña capilla donde hoy vemos un retablo barroco con la imagen de la Pura y Limpia Concepción, obra de Pedro Roldán. 

El postigo del Aceite, casi igualito a hoy en día.

Ahondando en la documentación existente me entero de que se construyó para poder comunicar rápidamente la ciudad con las aledañas Atarazanas, razón por la que fue conocido durante mucho tiempo como la puerta de los Barcos. Después se le llamo de los Azacanes (aguadores), de la Alhóndiga e incluso de las Aceitunas. Se impuso, y así lo conocemos hoy, el  nombre del Aceite, debido a que junto a él se encontraba un almacén que expendía dicho producto.   

El Postigo, extramuros.
Ahora, lo que se expende justo al lado son churros (y a nadie se le ha ocurrido cambiar el nombre por Postigo de los Churros), buenos pero caros: cinco euros por un puñadillo revuelto en papel y espolvoreados de azúcar le cobran a un tipo de foráneo acento y ridículo sombrero. 

La churrería del Postigo.
Huyo  del olor y del precio, atravieso el arco y observo las guías talladas en la piedra de las jambas que servían para encajar tablones de madera calafateados y así impedir que entrara intramuros el agua de las constantes inundaciones.


Atravesado el arco compruebo que la fachada intramuros sigue coronada por un hermoso escudo de la ciudad que recoge la fecha de su última reforma, 1573; bajo él, en una placa se menciona al Conde de Barajas, personaje singular en las transformaciones urbanísticas de la Sevilla del siglo XVI.

El Postigo intramuros.
La muralla continúa por la calle Arfe, pero yo giro a la derecha para visitar la actual plaza del Cabildo, que hoy es domingo y está llena de puestos de vendedores de sellos, monedas y otros objetos coleccionables. Este es el lugar dedicado al mercadillo semanal sobre coleccionismo, por lo que esta situación me invita a detener aquí mi paseo y contemplar los puestos y objetos que están a la venta. La plaza, pequeña y de forma semicircular, queda cerrada en su lado recto por un lienzo de muralla, almenado, conformándose el semicírculo por una arcada bajo la cual se encuentran los tenderetes. Este lienzo de muralla no pertenece a la ciudad sino, probablemente, a la que cerraba el antiguo barrio de la judería, como el que se aprecia en la calle Fabiola. Cuando terminemos este paseo y si hay tiempo y ganas, hablaremos de esta otra muralla.

La plaza del Cabildo.
Salgo de la plaza por el pasaje del Figón, pero antes de llegar a la calle Arfe observo los restos de un paño escondidos en un  patio interior tras  un conocido restaurante. Lo fotografío para no olvidarlo, porque me parece que está ahí olvidado y muchos de los que por ahí pasan jamás se han percatado de su existencia.

Entre la plaza del Cabildo y la calle Arfe, este lienzo escondido.
De vuelta a la calle Arfe giro a la derecha, que por ahí seguía la muralla, y en apenas cien metros llego a la Puerta del Arenal, en la confluencia de las calles García de Vinuesa, antes del Mar,  Castelar y la que me lleva, Arfe. Recibía el nombre del amplio arenal que a partir de ella se abría hasta el Guadalquivir, extendiéndose desde la Torre del Oro hasta la Puerta de Triana, en todo lo que hoy es el barrio de la Carretería.

Aquí estuvo la puerta del Arenal. 
Pero en este momento me es difícil imaginar por aquí a viajeros y navegantes que llegaran en los barcos procedentes de las Indias y de otros lugares del mundo. Y es que estamos ya tan lejos de la época dorada de la Carrera de Indias en la que calafates, carpinteros de ribera, toneleros, emplomadores y un sinfín de obreros realizaban sus labores frente a las numerosas embarcaciones atracadas en los muelles, configurando un multicolor espectáculo de velas, gallardetes y estandartes: Marineros, mercaderes, soldados, frailes, pícaros y busconas completaban el paisaje humano de este lugar que, inevitablemente, vio surgir pequeñas barriadas gremiales relacionadas con las diversas actividades del puerto a la par que florecieron alojamientos, casas de juego y burdeles para atender a tan amplio contingente humano (esto está copiado de algún sitio, que internet da mucho juego).
Este aspecto tuvo la puerta del Arenal.

Y ahora sería el momento de leer a algún clásico, Cervantes, Quevedo o Pérez Reverte, que tan bien reflejaron este pequeño universo en algunas de sus obras. Pero como ando en las inmediaciones de donde estuvo esta Puerta del Arenal, mejor leo la documentación que tengo, que dice que fue de origen almohade y de gran tamaño, de aspecto sólido, con gran profusión de adornos, bustos de piedras y escudos de armas, todo ello muy elaborado. Además era una de las pocas puertas que permanecía abierta las veinticuatro horas del día.

Por su estado de ruina fue derribada y reedificada en 1.566, siendo el Capitán General de Sevilla D. Francisco Zapata y Jiménez de Cisneros, primer Conde de Barajas, ya mencionado. 

Posteriormente, en 1.734 (en otro lugar he leído que fue en 1.757; encuentro mucho baile de fechas, aunque esto y a estas alturas de la historia no sea muy significativo), volvió a ser renovada según recogía la placa de mármol que lucia en su fachada:



CURA RERUM PUBLICARUM
A honra y gloria de Dios, renovose año
MDCCXXXIV

En 1.854 es nuevamente restaurada y diez años después es demolida. Busco, leo y leo, y no encuentro donde se dé explicación a la ejecución de la obra diez años antes de su definitiva demolición; o que se justifique la demolición de una obra a los diez años de su ejecución, que tanto da. Sólo me queda pensar que a mediados del siglo diecinueve ya se derrochaba de lo público como si de hoy en día se tratara.

Hoy, un azulejo nos recuerda su ubicación y el aspecto que tuvo. Azulejos que, por cierto, se echan de menos en otros lugares de la ciudad donde se tiene, o no, la certeza de que hubiera alguna puerta o postigo.

                   


Desde aquí, la muralla debió continuar por la calle Castelar, la plaza de Molviedro, algún giro por aquí, alguna revirá por allá, nos vamos por la calle Santas Patronas, y así hasta llegar a la actual Reyes Católicos, que por entonces no estaba. Y en la unión de esta última con las calles Gravina y Zaragoza, estuvo la puerta de Triana, que primero se llamó puerta Trina, por poseer tres arcos (la única que los tuvo), pero rápidamente su nombre derivó en Triana por tratarse, evidentemente, de la comunicación natural entre Sevilla y el arrabal de Triana a través del puente de barcas.

Con ese diseño, tres arcos y su origen almorávide, debió ser la puerta más hermosa de todas, pero como no encuentro ningún documento que me lo confirme, me limitaré simplemente a imaginarlo y, por supuesto, creerlo.

Pero no por su originalidad y belleza se libró de su demolición, y allá por 1588, fue derribada y vuelta a construir de estilo renacentista, según proyecto y traza (hoy hay que decir diseño) de Juan de Herrera, cuya autoría no justifica la previa demolición. Claro que, seguramente y como en otros casos, las necesidades de una ciudad que crecía o los cambios de gusto de los mandatarios, fueron suficiente justificación para los derribos.


De la primitiva puerta nos queda la señalización de su exacta ubicación, según se aprecia en los cambios del color del pavimento en ese cruce de calles, así como el ancho de su arco que coincide, parece ser, con el de la actual calzada. 

Los cambios de color en el pavimento indican el emplazamiento que tuvo la puerta.
Y también el lejano recuerdo a otras épocas en el nombre de un Café, desde donde intento imaginar la estampa que más abajo reproduzco, sin conseguirlo, claro, y es que por más que miro, lo único que veo es un establecimiento de venta de hamburguesas en la acera de enfrente.


Pero vuelvo a la historia. Esta Puerta de Triana se construyó con un solo cuerpo, un gran arco de medio punto y columnas de fustes estriados flanqueándolo. Sobre el arco, una espaciosa cornisa servia de balcón corrido, bajo el cual una lápida decía:

Siendo poderosísimo rey de las Españas y de nuestras provincias
por la parte del orbe Felipe II, el amplísimo regimiento de Sevilla juzgó deber,
ser adornada esta puerta nueva de Triana, puesta en nuevo sitio,
favoreciendo la obra y asistiendo a su perfección
Don Juan Hurtado de Mendoza y Guzmán, Conde de Orgaz,
superior vigilantísimo de la misma floreciente ciudad 
en el año de la salud cristiana de 1588

El espacio entre las dos fachadas, intramuros y extramuros, fue aprovechado para disponer unas dependencias, denominadas el Castillo, que sirvieron de celdas para reos de carácter político y elevada alcurnia.

Así fue la segunda puerta de Triana. Seguramente faltaba poco para que la derribaran.

Termino aquí la primera etapa de este paseo; más tarde me encaminaré por la calle Gravina, a cuyo término está la puerta Real, inicio de la siguiente etapa.

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